lunes, 28 de abril de 2014

En silencio y sin cruzar una palabra.

Porque al nacer, en vez de la barra de pan yo preferiría traer bajo el brazo un manual de instrucciones. Y en determinados pasajes de nuestra vida poder echar un vistazo a la página en la que deberían de enseñarnos a permanecer estoicos frente a los embates del Cantábrico. Porque a veces se encabrita y cuando lo hace, mantenerse firme se convierte en casi un imposible.

Deberían de enseñarnos a cómo enfrentarnos ante el éxito y el fracaso, el romance y el desamor, la verdad y la mentira.

Instrucciones de cómo deberíamos actuar cuando el mundo parece desvanecerse sobre nosotros, cuando la mochila que llevamos a la espalda comienza a pesar o cuando creemos - que nunca es cierto- tener el mundo a nuestros pies.

El caso es que si existiera ésta posibilidad, muchos estarían dispuestos a renunciar a ellos mismos. Y seguramente ganasen en calidad. No lo dudo. Pero me considero un chico con sentimientos a los que me gusta ponerles nombre y apellidos. Sentimientos con rostro, escenario y expresión. Y la verdad, me gusta la gente que siente como yo. La gente que se emociona al ver unos ojos, creyendo que debe haber sal dentro de esa mirada que les cura tanto. La misma gente que se estremece con el latir de las teclas de un piano viejo y abandonado. La que tiembla y despierta al suave tacto de una caricia entre edredones. La que disfruta sobre la arena del mar como colchón mientras el sol, tímido, se esconde de vuelta a casa.

Instrucciones, éstas, que son nuestras. Que son mías. Que nadie jamás nos enseñó a utilizar pero que orgullosos, demostramos en el día a día. Porque aunque creamos que no, incluso el día a día podemos convertir en la mejor expresión que recordar a lo largo de nuestra vida.

Porque lo importante - y para uno de Santander lo es aún más - es que jamás nos falte ni vela ni corriente al navegar.


El mar dejadme que corra por mi cuenta. Para eso, soy de donde soy.

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