- Ella tenía razón. Nunca se veía bonita. Se veía como si fuera arte, cuando el arte nada tiene que ver con verse bonito. El arte tiene que ver con hacerte sentir algo. Y, naturalmente, cada uno tenemos nuestros propios "algos".
-¿Era guapa?
- No lo sé, pero se comportaba como si lo fuese.
-¿ Era elegante?
- La elegancia sólo es alguien que no pretende ser más de lo que realmente es. Y recuerdo que ella, siempre sonreía como si pidiera permiso. Y yo siempre se lo daba.
-¿ Y cómo me ves tú a mi?
- Como un misterio.
- Ese es el cumplido más raro que me han hecho nunca.
- No es un cumplido. Es una amenaza.
- ¿Y eso?
- Los misterios hay que resolverlos, averiguar qué esconden.
- Pues a lo mejor te decepciones al ver lo que hay dentro.
- A lo mejor me sorprendo. Y tú también.
Y es que llega un momento en que es necesario abandonar las ropas usadas que ya tienen la forma de nuestro cuerpo y olvidar los caminos que nos llevan siempre a los mismos lugares.
Es el momento de la travesía. Y, si no osamos emprenderla, nos habremos quedado inevitablemente al margen de nosotros mismos.
¡Vive, joder! ¡Vive!
Y si algo no te gusta, ¡cámbialo!
Y si algo te da miedo, ¡supéralo!
Y si algo te enamora, ¡agárralo!
Porque "tengo que", nunca es un buen comienzo. No hagas nunca nada que empiece con esas palabras.
Porque quién sabe si el recuerdo puede realmente prolongar las cosas, entrelazar de nuevo sus piernas, abrir de nuevo las ventanas de aquella habitación en la madrugada, peinar su cabello después de un baño en el puntal, resucitar su olor, su tacto,su piel.
Aunque el día que se fue, entendí que no la volvería a ver. Iba teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado de aquel cielo color carmín. Sonreía.
Porque en mis años más jóvenes y vulnerables, mi madre me dio un consejo: "siempre intenta ver lo mejor de la gente".
Y en esas estoy. Intentando vislumbrar, al menos, la silueta de aquella que ya se fue.
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