- "Sólo tienes veinte años, guapo". -
Su voz sonaba a flamenco. Sabía a manzanilla. Olía a azahar. Mi cuerpo enseguida olvidó que era más joven que el suyo y su cadera empezó a sudar despacio. Tenía luz. No supe qué decir y opté por no decir nada.
Aquella vez me despedí mientras ella sonreía en los andenes. Mientras, yo intentaba callar aquel derroche. No tardé en volver. Tenía duende. Yo magia, aunque todavía no lo sabía.
Una noche se acercó a mi. Noté como miraba mi corazón. - "Te late muy fuerte" - dijo. El problema del mundo es que sonamos muy bajo y algunos piensan que no existimos.
Me quedé con su amor,
su energía,
su acento,
y su forma de desearme.
A partir de ella, entendí que habíamos de latir muy fuerte para que el mundo supiera que existía. Y así fue como empecé a latir.
Después conseguí contestar una pregunta que durante muchos años había buscado atormentarme. <
Nos quedó irnos de viaje, compartir locuras nuevas. Nos quedó aquel tatuaje de mis manos en sus piernas. Le faltó mirarme a solas y pedirme que volviera. Dibujé naranjas en atardeceres. Lloré mientras recordaba pasear por tus noches de colores árabes.
Sólo quise de ti, lo que me diste cuando nada te pedí.
Porque, a veces, la fe es creer en algún dios aunque para alguno no exista.
O existir aunque esos dioses a veces no crean en ti.
Pero aquí seguimos. A las puertas de unos veintiséis cargados de ilusión y a ratos de madurez. Enhiesto como un faro que alumbra, intentando competir con una luna que, en noches de verano, enamora. Protagonista de un "yo" cada vez más cargado de mi mismo, esencia de un querer henchido de puro sentimiento.
Y así seguiré caminando.
Que el camino cunde tanto que en cien vidas, no lo gastaré.
Porque el que vive a su manera, no precisa ni mundo ni montera.
¡¡Y qué me gusta a mi este mundo mio y mi montera!!
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