domingo, 16 de agosto de 2015

Desordenada habitación.

Santander atardece, despacio, como el frágil aleteo de las gaviotas que, henchidas, anuncian con elegancia la decadencia de un verano con olor a salitre. Como de otra forma no podía ser si es que el verano es en Santander, la marinera.

Las nubes entretejen un grisáceo y aterciopelado atardecer. Poco a poco, las calles se van quedando desnudas, vacías. Sólo habitadas por los hombres y mujeres del acento cantarín.

Hoy el mar parece que está triste. Parece que no late. Parece cansado de embatir. Parece que quisiera amurallar el propio sufrimiento sabiendo que eso es arriesgarse a que le devore desde el interior. Hay días que yo soy mar.

Y como el mar, el de aquí, el que es furioso por derecho, vagamos por la vida sin pedir consejo a nadie, creyendo que de hacerlo, correríamos el riesgo de que alguien nos dijera la verdad.

Y es que, quizás, sólo si soy paciente y dejo de correr, la vida deje de ser un autobús que se escapa justo cuando llego a la parada.

Y es que la vida, como el amor, es como una colección de tazos inacabada.
Como la mano de dios de Maradona.
Como una noche en la puerta del BNS que acaba sin un te llamaré.
Como mirar al Puntal desde Reina Victoria.
Como el sabor del sol posado en labios femeninos.
Como que coincidan con los tuyos, cuatro números del euromillón.

Pero no hay amor, ni vida, que no corte como una tijera. Como una navaja. No hay vida ni amor, que no venga con una mascarilla de oxígeno porque, antes o después, acabaremos necesitándola.

Aunque entre medias, del amor y de la vida, nos encontremos a personas con las que, después de estar con ellas, la vida nos parezca un ratito muy pequeño.

Yo entre tanto, le pido a Dios que me de mesura. Aunque sea chapucera y cotidiana.
Que me haga del montón.
Y que en vez de corazón, me haga un tetrabrick. Para que dure.
Que tenga compasión y que a la hora de querer, lo único que quiera sea que pasen muchos veranos sin que pasen muchos inviernos.

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