lunes, 11 de enero de 2016

Ojalá algún día te equivoques.

Mi último refugio, mis libros, son placeres sencillos.
Exactamente igual que atravesar un río a lomos de tu caballo.
O que un amor correspondido.

El caso es que hace falta ser listo para ser complicado.

Y en esas estamos.

Pero me enamoré de su carácter misterioso. Me pareció terriblemente atractiva. Sí, suponía que en un mismo "te quiero", podía ser Jekyll y a la vez Mr Hide. Y que con una simple mirada, el silencio era suficiente para hablar, pero sólo se limitaba a estar ahí, con una sonrisa en la cara, sin decir una palabra.

Pensaba en los demás pero no era abierta; era apasionada pero era dura; era una chica buena, divertida y maravillosa.
Y te quise.
Pero era insoportable.

Florencia.
Siempre le había fascinado.
A mi también.

Esa era la ciudad en cuyas calles Miguel Ángel había jugado de niño y en cuyos estudios había nacido el Renacimiento italiano. La ciudad cuyas galerías atraían a miles de viajeros para admirar "El Nacimiento de Venus" de Botticelli, "La Anunciación" de Leonardo o el orgullo de la ciudad de los joyero: "El David". La ciudad en la que Dante escribió que "los lugares más oscuros del Infierno están reservados a aquellos que mantienen su neutralidad en épocas de crisis moral", como si tratándose de un profeta, vislumbrase la moral exquisita y obsidiana de la que gozamos hoy en sociedad. Porque en tiempos peligrosos no hay mayor pecado que la pasividad.

Y resulta que como en su comedia - la de Alighieri - la revelación divina simplemente significa que tu cerebro oiga lo que el corazón ya sabía. Es el conflicto que en la antigüedad ya gestaron Apolo y Dioniso. El famoso dilema mitológico. La vieja batalla entre mente y corazón que, rara vez quieren lo mismo.

En noches de insomnio y despedidas solíamos viajar a Venecia. Pocas experiencias son más placenteras que subir, preferiblemente de noche, a bordo de un Vaporetto y sentarse al aire libre a ver pasar iluminadas las catedrales. Amábamos la ausencia del ruido de motores en sus calles; en cambio, podíamos escuchar un inusual tapiz de voces humanas, arrullos de palomas, misas en latín y cadenciosos violines que perseguían endulzar la triste sombra del puente y sus suspiros.
Porque el alma necesita emoción. Por eso nunca deja de buscar combustible. Bueno o malo. En nuestro caso daba igual.

Pero al volver a la cama, acabábamos siempre por dar la razón a Malthus y sus teorías. Siempre creí que la frase que tanto me repetía, la había aprendido de alguno de esos libros que, de vez en cuando, le gustaba ojear entre cigarros: -  "el camino actual conduce a la destrucción. El crecimiento de la población es una progresión exponencial en un sistema de espacio finito y recursos limitados. El final llegará de forma abrupta". -

Y aunque la frase albergaba el más oscuro de todos los caos del Universo, ella conseguía revestirlo de un halo de absoluto erotismo.
Yo sólo acertaba a replicar en esas ocasiones que, cuando el mundo estuviese repleto de habitantes, se purgaría a si mismo.

Pero en verdad nunca nos paramos a reflexionar acerca de las teorías más metafísicas de la historia. Quizás porque nuestra mente bloquea todos nuestros miedos existenciales y se centra en cuestiones que podamos afrontar, como llegar a tiempo al trabajo o pagar, religiosamente, nuestros impuestos.
Como si al nadar por un oscuro túnel, llegase un momento en el que ya no tienes suficiente aire para deshacer el camino. Como si la única posibilidad fuera seguir nadando hacia lo desconocido y rezar para encontrar una salida.

Porque aunque la ciencia me diga que Dios existe y la mente que nunca lo comprenderé, el corazón me habla de alguien que, aún estando más allá de los sentidos, se sienta todos los días cerca de mi.

Sólo es cuestión de que el cerebro oiga lo que el corazón ya sabe.

No el mio, sino el tuyo. Porque lo único que espero a día de hoy es poder coincidir contigo, eme, en algún café de Madrid, leer un rato a Neruda, guiñarnos los ojos, escuchar algo de música vieja y desgastada y esperar, entre alguna que otra risa, que te equivoques y me digas "te quiero".

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