jueves, 3 de diciembre de 2015

Aunque tú sí lo sepas.

Decidiste, tal día como hoy, que estaría mejor contigo que con nosotros. Decidiste, tal día como hoy, llevártela. Y la noticia, tal día como hoy, cayó como un mazazo en casa. Uno de esos de los que rompe por dentro. De los que une por fuera.

No fuiste valiente ni para decirlo a la cara. Y por eso, juré por ti volverte por siempre y para siempre la cara. Juré darte la espalda. No volver a saber de ti. No rezarte. Y ni mucho menos pedirte. Porque lo único que te pedí es que no la separases de mi, nunca. Pero el "nunca" fue lo que utilizaste para jamás hacerme caso.

Y a día de hoy, no consigo frenar esta hemorragia de agua y sal. Fuiste un cobarde. Te presentaste como se presentan los ladrones de almas, los delincuentes, por sorpresa, sin avisar, con nocturnidad y alevosía. Como si Tatá te debiese algo. Cuando Tú bien sabes que, si en esta vida tuvieses algún pagaré, el cheque estaba a su nombre siendo Tú el único deudor.

No entendí, tal día como hoy, cómo una sonrisa y un beso pudieran tener fecha de caducidad. Y maldigo todos los días que dejé pasar sin estar contigo, sin tenerte cerca. Maldigo que no todos los días fuesen Sábados. Maldigo que no todas las plazas fuesen Castelar. Maldigo que no todos los besos fuesen para ti.

La mujer más bella del mundo. La mujer que, sin ella saberlo y sin yo esperarlo, marcaría todos y cada uno de los días de mi vida, desde aquel día, tal como hoy. Porque me atormenta pensar que algún día olvide tus ojos. Tu olor. Tus turrones en Navidad. Tus meriendas en verano. Nuestras tardes en el Siboney. Pero me tranquiliza saber que en diecisiete años, he sido incapaz de olvidarme de ti ni una sola noche.
Porque, Tatá, fuiste capaz de convertirte en mi hogar. En mi refugio. En el escondite que todos los niños, de pequeños, tenemos. Ese sitio al que siempre quería volver. Aún cuando en la planta de tus pies, tuvieses arena de otra playa.

Pero lo que me duele no es el dolor. Eso es sólo una consecuencia. Un efecto secundario de algo que me hizo sufrir y que, a día de hoy, sigue haciéndolo. Pagaría porque, ésto que tanto duele, que aprieta el corazón y araña el pecho, se pudiese paliar con una conversación, con medicamentos, con horas de sobremesa...pero algo me dice que no. Que lo que duele no es el dolor. Lo que duele es esa maldita ausencia. El hueco que dejaste, Tatá, tal día como hoy. Echarte de menos como si se tratara de una renta vitalicia. Tener que frenarme cuando te voy a llamar. Como todas las noches. Recordarme que ya no puedo. Que un día pude y que lo hice menos de lo que debería.

Te la llevaste y adiós. Y aquel día frío, lluvioso y triste de Diciembre, decidí que Tú y yo habíamos acabado. Porque te llevaste lo más puro e íntimo que jamás tuve en esta vida. Y eso, perdóname, pero no tiene perdón.

Pero llegó el día que, de retiro, me di cuenta de que, si alguna vez fuiste dueño de aquella decisión, fue para protegerme y hacerme sentir siempre y por siempre, del todo acompañado. Y entendí aquello de que todos, o casi todos, tenemos nuestro ángel de la guarda.
El mio tiene nombre flamenco. Carmen.
Qué grande hacías ese nombre, Tatá.
Perdón.
Qué grande HACES ese nombre, Tatá.

Y por eso, con dieciocho y en León, decidí cubrirme y agradecerte lo que, sin yo saberlo, hiciste por mi. Y ya van ocho. Y que vengan muchos más, por favor. Porque, bajo el capillo, sólo yo soy testigo de lo mucho que te echo de menos, Tatá. Porque sólo tú, Tatá, sabes lo que te dije y lo que te prometí antes de mi primera procesión.

La única persona capaz de arrancarme una sonrisa y un llanto en la misma décima de segundo, con la dulzura y el anhelo del recuerdo y el deseo que de ti, hoy tengo.

Un beso fuerte, abuela.

Y por favor, sígueme guiñando el ojo como hasta ahora lo has hecho.

Te quiero.
Pero eso, tú, ya lo sabes.



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